No esperaba algo más de la vida, a menos que ése algo supusiera el retorno a los aires de viñedo, al calor de la cabaña que recordaba haber construido en su juventud. Y es que, en medio del suplicio que el olvido le hacía padecer, buscaba con desesperación algo de alivio entre la correspondencia pasada, amarillenta de antigüedad, con el humor de una lluvia tan vívido como la tinta que impregnaba cada hoja de papel, cada retazo de una vida que él no alcanzaba a recordar.
Lloró como no podía recordar haberlo hecho la noche pasada, intentando sosegar el inminente vacío que enclaustraba su existencia. No había a su alrededor más luz que la ofrecida por un sol poniente, reflejado en el rellano de la misma cabaña que éste anciano construyó en un año de excelente cosecha, año en que sus vinos alcanzaron notable fama en la parte baja de Sudamérica, año en que no le resultaba difícil guardar en sus recuerdos las sonrisas de la dama que cautivó su corazón.
La primera brisa del alba llegó a su rostro, apoyado una vez más contra las partituras del piano de cola; pero algo había cambiado: esta vez el anciano no despertó con ella. Había dejado esta vida, fascinado con la magnitud que alcanzó el dolor de poseer una vida que no recordaba haber vivido. Los sobres y papeles amarillentos descansaban en el rellano, abandonados y en desorden, fieles testigos de los últimos estertores del infortunado desmemoriado.
Es aquí donde llega la dama de vestido escarlata, a llorar la miseria de su fallecido esposo, quien se torturó cada día de sus últimos diez años intentando recordar el momento en que sus miradas se conectaron, el momento en que le pidió que fuera su esposa.